“Al avanzar en la gratuidad en la educación superior, queremos construir un país más equitativo con igualdad de oportunidades”, decía la expresidenta Michelle Bachelet a inicios de 2018, cuando el Congreso aprobó y despachó en forma definitiva esta reforma sectorial, que había sido impulsada previamente –y a toda costa– dos años antes mediante la Ley de Presupuestos de 2016.
Habiendo pasado siete años desde este primer impulso, lo primero es reconocer que, a partir de la ejecución de esta política pública, miles de jóvenes pertenecientes a familias de bajos ingresos pudieron acceder a la universidad, institutos profesionales o centros de formación técnica, sin tener que preocuparse por los costos de matrícula y aranceles, que en su conjunto podían ocupar un altísimo porcentaje del presupuesto familiar.
Sin embargo, cuando se trata de evaluaciones, es necesario poner en la balanza el conjunto de efectos que generó esta política pública, algunos de los cuales un grupo de rectores le supimos anticipar al ministro de Educación de ese entonces, Nicolás Eyzaguirre, producto de ciertas preocupaciones que generaba el diseño de la reforma.
En este sentido, uno de los mayores errores de base fue creer que la normativa sería una solución para avanzar hacia una mayor equidad social, cuando en la práctica, gran parte de las familias de bajos ingresos continuaron estudiando en colegios municipales y públicos, muchos de ellos hoy vandalizados, y con aún menor capacidad de entregar herramientas a los jóvenes para enfrentar, en igualdad de condiciones, una medición como la PAES y sus antecesoras, que año a año reportan amplias brechas en distintas materias.
Porque en parte, seguir anteponiendo el puntaje de una prueba curricular por sobre cualquier otra evaluación, por más integral que ésta fuera, es un mecanismo que no ha hecho más que perpetuar la inequidad de oportunidades, dado que el problema de base, que es la educación escolar, no ha tenido grandes reformas en materia de calidad, sino que solamente de acceso.
En este sentido, un estudio del CEP DE 2020 concluye que la política de gratuidad en la educación superior ha generado un escaso 0,4% de aumento en movilidad social, visibilizando que no sólo queda en deuda uno de sus objetivos más importantes, sino también las limitaciones de su impacto.
Pero eso no es todo. La academia propiamente tal también se ha visto afectada con la reforma, puesto que muchas universidades han tenido que redestinar recursos que iban –por ejemplo- para investigación, a poder mantener el nivel de calidad de sus programas, por cuanto el arancel de referencia no cubre sus costos. Ello ha provocado un desorden que tiene a varios planteles con problemas de sostenibilidad financiera.
Por lo tanto, es posible suponer que la gratuidad es una política pública insostenible en el mediano y largo plazo, especialmente, en la medida que ingresen más universidades al sistema, porque así se hará aún más evidente que el Estado no contará con los recursos necesarios para su mantención en el tiempo, dado que son limitados y existen necesidades en múltiples otros sectores que también son de carácter urgente.
Por estas razones, antes de seguir ampliando la cobertura, se requiere una revisión de su diseño y aplicar cambios. Sólo con voluntad política, disposición al diálogo y realismo del contexto país encontraremos una fórmula para verdaderamente generar movilidad social, rompiendo los esquemas de segregación que mantiene Chile.
Rafael Rosell Aiquel
Rector Universidad del Alba
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