La red de relaciones que constituyen la producción de la realidad, del sujeto y de su territorio hoy en día, ha dado forma a un tipo de identidad en la que no solo la construcción de un estado generalizado y permanente de inseguridad tiende a obligar a la población a la sumisión y a la aceptación de que lo único urgente y necesario es la agenda de seguridad; sino también ha transformado la idea de la libertad, flexibilizando en ella el porvenir y deshaciendo el sentido propio de la experiencia cotidiana.
Esta idea de libertad no es más que un espejismo que encadena al individuo a sí mismo, a su autogestión, flexibilizando también los valores intrínsecos de una sociedad sin responsabilidad hacia el otro, siendo su mejor expresión el vínculo sin cara que ofrecen hoy los medios de comunicación y las redes sociales, las cuales, utilizadas hasta el hartazgo, determinan los designios de la opinión popular. Es en este punto, y tal vez mucho antes, que la cultura de la mala fe se va instalado entre nosotros, esa que exige y moraliza por un lado; pero que por el otro se miente a sí misma, disfrazando de intenciones globales y fake news aquello que solo beneficia a unos pocos. Reina del particularismo, esta nueva cultura político-social no logra identificar los verdaderos problemas ciudadanos, los problemas que se viven en territorios específicos y que tienen formas geográficas reales marcadas por la pobreza y el olvido.
La mala fe no actúa de frente sobre lo real, lo cotidiano o lo concreto; sino que subrepticiamente se cuela en nuestra forma de ser, haciéndonos sacar ventaja de situaciones improbables, especulando con la moralidad cada vez más deprimida de nuestra sociedad.
En este escenario, urge replantearse un sistema que genera acumulación en menos del 20% de la población del país y pobreza en toda la ciudadanía restante, sí…restante.
La reforma tributaria, ese necesario pacto fiscal que permitiría equiparar la balanza avanzando hacia derechos sociales básicos entendidos como mínimos indiscutibles, se ha cubierto de un manto gris, una bruma espesa de realidades emergentes, inestables y contradictorias, circunscritas a condicionamientos que requieren de su transformación permanente y de su identificación con una “no-identificación” pues se elaboran desde subjetividades impuestas, temporales y cambiantes (lo que nos quieren hacer creer, la apariencia, lo aspiracional), que no corresponden a la realidad de las relaciones sociales que conviven cotidianamente en los territorios (la realidad, la vida diaria). Ayer, en la supuesta premisa que la autoregulación del mercado traería consigo el crecimiento; hoy, en la crítica construida sobre escándalos de corrupción que se utilizan para poner en duda la necesidad sentida de nuestra población por tener derecho a acceder a una mejor salud, a una educación de calidad, a una vivienda digna.
En este contexto de valorización precaria de lo real, la estructuración de acciones e identificaciones colectivas constituyen las posibilidades reales de desenvolverse y expresarse en prácticas efectivas por parte de los agentes y actores sociales y de re-apoderarse de aquello que hace del individuo social un ser solidario y sensible. El llamado es a sacudirse la mala fe, a actuar colectivamente y a exigir a nuestros representantes que el sentido de la realidad profunda se imprima en sus agendas, muchas veces plagadas de intereses particulares y egoístas.
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